caminando con un balde de plástico rojo lleno de reflejos

Un ensayo que reflexiona sobre la amistad a partir de una reseña de Beatriz Sarlo sobre la novela Nadie Nada Nunca de Juan José Saer.

por Inés Beninca.

Nadie nada nunca es una novela escrita por Juan Jose Saer en 1980 donde lo que se narra pareciera ser algo poco importante. Los eventos ocurren y el escritor se detiene en las distintas miradas de los personajes sobre las cosas. 

Lo primero que se lee dice: “No hay, al principio nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla.” Un personaje prende un cigarrillo, deja la ventana para buscar fuego, la deja vacía. Vuelve, se acoda y deja caer el fósforo prendido -que se apaga en el movimiento- hacia el piso de baldosas coloradas. Lo que pasa es poco, secundario. O quizás, no lo vemos por estar concentradxs en lo ínfimo.

El reloj dilata lerdo la siesta santafesina y marca el tono de la lectura. Febrero es lento, nos propone un ritmo y una temporalidad. Casi sin darnos cuenta, algo desencaja. Ya es otrx le que ve. Otrx personaje, mismas acciones. Otros ojos. Me encuentro detrás de otros ojos. Por momentos veo opaco, siento que hay un detrás que no se cuenta. 

Saer traduce desde lo sensorial, se filtra poesía y hay párrafos de largas líneas en que un personaje sitúa su mirada sobre el reflejo de agua desde donde la luz se separa. O en los rayos de sol que se cuelan entre las hojas de los árboles y caen sobre el suelo arenoso en formas orgánicas y cambian a medida que el viento mueve las ramas. Escribe sin precisar para sostener un tiempo, para invadir la belleza de la situación. 

Beatriz Sarlo escribió sobre Nadie nada nunca. Ella fue directora de la revista Punto de vista, y como crítica literaria en sus textos públicos esconde la cercanía con su amigo. Cuando se le escapa un Juani, lo tapa con un Saer rápido. 

Sarlo esperaba que el agua del mate se le caliente: “Estaba, recién, hace diez minutos, escribiendo la nota…”. Imagino a Juani abriendo la carta de Beatriz. Él mira la firma dibujada con tinta azul, las comas y tildes agregadas en lapicera. Viendo desde la ventana, dos vidrieras en esquinas enfrentadas reciben distinta luz, son similares pero proyectan sombras diferentes.

Con el mate ya preparado, le escribe: “El sentimiento de exaltación que me producían algunas zonas de la novela, esa como perfección que tienen páginas enteras”, dice textualmente. Esa urgencia que se siente sincera da cuenta del apuro por acercar su emoción a Juani. Me pregunto entonces por qué Sarlo no puede nombrar a su amigo como lo hace en la carta. 

En Punto de vista, Sarlo es clara y precisa. Escrita en 1980, la crítica trata directo el texto,  el argumento, la poética de Saer y los recursos usados. Cierra con un “Por eso en NNN se exaspera bellamente una forma de la escritura de Saer (…). Para la percepción de NNN las cosas son a la vez materialmente inabordables e infinitamente desintegrables…” Creo que la descripción exhaustiva sobre la obra pudo haber sido necesaria en ese primer momento de difusión y venta del libro. Igualmente, Sarlo se edita quitándonos la posibilidad de sentir en el cuerpo la amistad y el orgullo. El orgullo y la amistad sincera. Tal vez siendo sintética se exime de sentimentalismos o de yoes innecesarios, pero sin su percepción evade también el lindo orgullo de ser una lectora amiga, que desde kilómetros de distancia vive y siente lo que escribió su amigo en la otra orilla. 

Crónica del yo en un presente encerrado, Marina Closs también escribe sobre Saer en el blog de Eterna Cadencia. Empieza una crítica desde su prejuicio sobre el autor, y asegurando ser no lectora. Eso ya no lo entiendo. Asegura que le aburren los ripios, “esa especie de lentitud compulsiva” dice, y esa oración no puede sonar más saeriana. Luego sigue: “uno avanza siempre tropezando”, y asimila las comas como una traba. Sin embargo, casi siempre la coma es explicativa, es el zoom de una cámara, el plano corto, es el detalle del detalle. Es ritmo. Usando su propia imagen, ese “ripio” que dificulta la respiración es una lectura muy literal pero linda.

Es linda la torpeza. Casi siempre tropiezo por estar desatenta, pensando en otra cosa. Eso que me hizo caer, fue porque no lo vi, como en los textos brumosos de Saer. Creo que hay que mirar más hacia abajo. En el momento del ya y el ahora, el escritor llega tarde hasta a sus propias acciones. Tal vez sea la calma lo que se propone. Aquello insignificante es un trabajo sobre el tiempo. Siendo que el tiempo se cuantifica y eso tiene un valor, lo incómodo es “perder el tiempo”. 

A partir del día de hoy las hojas van a ser cada día más verdes. Hay un ciclo que pretende que cambiemos, que tomemos más sol y que mostremos algo más de piel. Se estiran los días y crecen las ganas de estar en conjunto. Lxs amigxs son coautorxs de nuestras vidas, nos acompañan desde cerca y desde lejos. En una de las vidrieras hay cambios, es otro el cortinado, modificaron cierto orden que antes había. En la otra, las cosas siguen como antes. 

Puede ser la siesta el momento de la amistad, o la tardecita, cuando el sol se agacha y las exigencias de la vida elegida quedan para mañana. Creo, Sarlo prefiere que miremos desde otra perspectiva, otra más y deduzcamos la interioridad de sus palabras, que revisemos la evidencia para notar más adelante que ciertas incorporaciones o encuentros hacen que el sentido sea otro. Que lxs amigxs acompañan en acciones y que Juani -y no Saer- es su amigo hoy, siempre, en este presente ya pasado.

El poeta Alberto Vanasco dijo que “la verdad de la poesía es la amistad de los poetas”, y por qué no. Tal vez producimos para seguir charlando con amigxs lo que nos pasa. Tal vez sirva como excusa para el próximo encuentro. Tal vez el sentido sea reunirnos para saber en qué anda le otrx, en qué está pensando. Y las charlas sirven como espejos donde la luz se disgrega. Lo real queda fragmentado en partes mientras el minuto pasa. “Y me decía, cómo es que puede emocionarme tanto, qué constituye la belleza: ¿un hombre caminando con un balde de plástico rojo lleno de reflejos, el cambio de color de un cielo que anuncia lluvia, la desintegración de un rayo de sol? Bueno, pues así es”.

Las imagenes pertenecen a la serie «Los fantasmas de Monte Castro, 4 pasos para iluminar tu corazón» de Florencia Méttola.

la construcción

Un comentario en torno a la novela de Carlos Godoy La construcción.

Por Gaspar Núñez

Todo ladrillo se copia de las piedras. Toma de ellas sus propiedades y saberes intrínsecos. A su vez, la concreción de un libro es también la fabricación de un ladrillo, objeto macizo que aglomera palabras y material reconstituido (madera en tal caso). El ladrillo, como unidad mínima de la construcción arquitectónica, lleva consigo un gen que determina, según su morfología, las posibilidades constructivas y las formas edilicias.

El libro, como unidad mínima —o al menos medible en tanto unidad asible— del pensamiento de una nación, lleva consigo el gen de sus propios límites de pensamiento, trazando una frontera de lo imaginable y lo no imaginable.

Carlos Godoy, con La Construcción (Momofuku, 2014), una sombría novela de aventura fantástica que despliega su trama en los paisajes helados de las Islas Malvinas, esboza un futuro posible y deposita un ladrillo.

Reducidos grupos de habitantes británicos pero de habla castellana viven en esa extensión de tierras a la que llaman “Manchas” y se organizan en clanes que responden a principios místicos. Un respetado comité de consultores geólogos oficia de viejos sabios que se reúnen cada martes. Los chinos se integran a la comunidad con cierto recelo, investidos por un halo de exotismo. Marginales e incestuosos kelps viven tras una pequeña sierra para esconder a sus hijos deformes de la mirada de los demás habitantes. Los pescadores son quienes motorizan la economía de las islas con su trabajo diario. Todo el relato, puntilloso en el dislocado funcionamiento social y rico en imágenes enigmáticas, pareciera ser una fabulación que posibilita un cruce entre los menonitas de La Pampa y El Eternatuta, una tierra atrapada en un tiempo futuro y pretérito por igual.

El desierto imaginario que velaba aquellas latitudes de ultramar, hoy se pone en agenda y ocupa el centro del debate, desde que el pasado 25 de agosto el Poder Ejecutivo argentino promulgó la Ley de Espacios Marítimos que establece una nueva demarcación del límite exterior de la plataforma continental para nuestro país. Esto convierte a la Argentina en un territorio bicontinental que comparte un sector de Sudamérica y otro de la Antártida. 

El nuevo país que somos desplaza su centro geográfico, ahora ubicado en Tierra del Fuego y las Islas del Atlántico.

En poco tiempo, se destruirán y echarán a la basura decenas de millones de mapas de la Argentina al quedar obsoletos. Mientras tanto, nos toca comenzar a repoblar esa tierra baldía. Godoy, en un doble gesto que precisa y opaca, ofrece un ladrillo para poblar esa región ignota y hasta ahora ajena de nuestro país. Porque dicha Ley sería inconcebible si, imaginariamente, las islas no nos pertenecieran.

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*Las imágenes que acompañan este texto pertenecen a la serie “Hemisferio”, de Guido Yannitto, producidas en 2012 en la Antártida.

tiempo y color

Una nueva entrada a la colección de textos curada por Javier Soria Vázquez Unx por unx.

Por Mariano San*

Hace meses despierto en un cuarto que de a poco voy sintiendo mío, ha logrado envolverme entre sus altas y húmedas paredes. Debajo del piso de madera existe un sótano profundo, oscuro; repleto de escombros y materiales abandonados, debe ser ahí donde de verdad el tiempo no existe. De alguna manera siento que emana un resplandor mientras duermo.

Vivo en una suerte de pensión de más de cien años en el barrio de San Telmo. Un pasillo largo al que bordean tres casas iguales, mi cuarto está en la primera. Cada casa tiene dos niveles, sus sótanos y sus terrazas. Hoy salí a caminar sin destino por el barrio, me detuve mirando el césped musgoso que crece entre los adoquines de la calle y otra vez pensé en el tiempo. El gris y el verde. Lo viejo y lo nuevo.

Desde que llegué a Buenos Aires no he dejado de pintar montañas, tal vez sea una especie de autodefensa frente al hermetismo. Me gusta pintarlas gigantes, brillantes e infinitas; con sus cuevas de dioses y demonios, pensarlas como la alianza entre el cielo y la tierra. Supongo que en ellas también hay una enorme soledad, donde el ruido cesa y resplandece igual que mi sótano.

Cada vez me detengo más a pensar la vida antes de pintar. Buscar las formas y el color, para traducir el tiempo.

Al fin y al cabo para mí se trata solo de suspenderlo.

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*Nacido en San Miguel de Tucumán en 1989, es artista visual y músico.

**El registro de las obra de Mariano San es de Dante Salas.