transformarse en lo que uno ama

Una entrevista, hasta ahora inédita, con Carlos Busqued.

Por Teresita Garabana*

A comienzos del 2013 abandoné Tucumán y me mudé a Buenos Aires sin un objetivo claro. Me inscribí en la Especialización en Periodismo Cultural ofrecida por la UNLP, que se cursaba en Capital. En el contexto de ese posgrado que nunca terminé, Mariana Enríquez nos dio como consigna hacer una entrevista. Siendo una extraña en la ciudad, sin muchos contactos, se me ocurrió mandarle un mensaje privado por tuiter a Carlos Busqued. Le dije que quería hacerle una entrevista, que era una tarea para la facultad, que probablemente nunca iba a publicarla. Aceptó con gusto y quedamos en encontrarnos en La Academia, el bar-billar de Callao casi Corrientes. 

Yo estaba nerviosa. Era la primera vez que hacía una entrevista, y hasta el momento no hice otras. La timidez, la inseguridad y la suerte me sacaron muy rápido del camino del periodismo y me colocaron —por el momento— en el de la investigación académica. Tengo que reconocer que me resulta más cómodo esconderme a leer revistas del siglo XIX y escribir algún paper que leerán un puñado de personas, antes que sentarme frente a un desconocido, preguntarle de todo y publicar los resultados en algún medio de comunicación. El riesgo es que lo lea más gente, que a alguien no le guste, que piensen que soy tonta o aburrida. 

Entonces, tal como le dije en su momento, la entrevista nunca se publicó. Pero ahora que Carlos murió repentinamente, siento la necesidad de que algo de esa charla salga a la luz. No por mí, que estoy muy alejada del mundo de los medios de comunicación, sino porque creo que la muerte de alguien tan especial merece que sean recuperadas, en lo posible, todas las palabras que haya dicho. Después de todo, mi trabajo como historiadora es, hasta cierto punto, hacer hablar a los muertos.

Esa noche de octubre —recién podíamos encontrarnos a las 20, porque antes él daba su taller— llegó al bar con una bermuda de jean, zapatillas blancas y la remera gris con un chanchito rosa que se ve en varias de sus fotos. Nos tomamos unas cuantas cervezas y hablamos casi tres horas. La conversación se fue para todos lados: me habló de su ex mujer, de las chicas con las que se estaba viendo, de su relación con las drogas. Pero yo, siempre buena alumna y muy apegada a hacer lo correcto, le prometí que rescataría las partes en las que hablaba, principalmente, de literatura. Ahora me arrepiento, claro, porque en algún momento perdí la grabación.  

Lo primero que percibí al conocer a Carlos fue un contraste evidente entre la misantropía con la que hablaba desde su cuenta de tuiter y el tono suave y amable con el que se dirigía a las personas: al mozo del bar, a la muchacha que pasó vendiendo estampitas, a mí.

En 2008, tras casi cuatro años de elaboración y correcciones, Busqued había terminado su primera novela, Bajo este sol tremendo, y la había mandado al concurso Herralde de novela. Según me dijo, lo hizo ‘’por caradura, porque la novela era corta y este era uno de los pocos concursos que no pedían una extensión mínima’’. Dos meses después, el mismísimo Jorge Herralde le mandó un email en el que le informaba que era finalista del concurso, y que independientemente del resultado, su novela sería publicada al año siguiente en Anagrama. 

El libro, la historia de un hombre apático que está desempleado y tiene que regresar a su pequeño pueblo natal cuando le anuncian que su madre y su hermano fueron asesinados a escopetazos, obtuvo el reconocimiento que ya sabemos. 

Cuando lo entrevisté, casi cinco años después, Bajo este sol tremendo seguía dando que hablar, aunque sus fans también nos preguntábamos cuándo publicaría otra. Queríamos más. 

—Leyendo un poco sobre tu vida, es fácil notar que la publicación del libro marcó un antes y un después. ¿Es así? ¿Pensás en tu vida anterior? 

—Sí, es un poco así. Pienso con terror en mi vida anterior. Yo vengo de una existencia muy brutal, muy triste, muy mala onda. Vengo de un entorno familiar donde nunca había un horizonte de algo bueno. Fui educado en un catolicismo que solo cree en cargar la cruz, no en que va a haber una redención. No había un sentido, un para qué. Es ese catolicismo de campo. Toda mi familia vivió del campo, son todos yugoslavos, gente muy tosca, de muy pocas palabras. Y yo no sé qué me pasó a mí, que en un momento me harté de esa existencia, estaba casado, me separé, terminé de estudiar, que era una especie de obligación que yo tenía, porque mi viejo me inscribió en la universidad. Esa fue la primera pregunta que me hizo mi psicóloga, ¿su padre lo inscribió en la universidad?

—Dada esta existencia brutal, ¿dirías que tu estado de ánimo de ese momento influyó en el tono del libro?

—Mi estado de ánimo ES el tono del libro. Yo me acuerdo muy bien de cómo estaba yo cuando escribí esas cosas, fue un libro que escribí muy solo y muy hecho mierda. Yo había comenzado terapia un par de años antes, porque ya no me aguantaba. Mi vieja se había mudado acá a Berazategui y había dejado una casa allá en Córdoba, me separé y me fui a vivir ahí. Era una casa que estaba vacía, no tenía muebles, había un colchón de una plaza y una bandera argentina que había tenido yo cuando vivía ahí. Me tapé con esa bandera durante dos años. No tenía ni sábanas. Ahí escribí el bruto de la novela. En un momento empecé a rodearme de basura y se me empezó a caer toda la casa. Se me empezaron a tapar todas las cañerías, me dejó de andar el calefón, me dejó de andar la heladera, empecé a bañarme en un departamentito que había al fondo, hasta que también dejó de andar eso. En el patio, los yuyos tenían un metro de altura. Para que te des una idea, a veces venía un linyera a dormir a mi casa, un tipo que dormía en la calle. Y cuando llegaba, limpiaba el lugar en el que él iba a dormir. El tipo dormía en la calle pero en mi casa limpiaba. Estaba viviendo en una demolición. Yo me separé, me pegué un tiro políticamente en la universidad en donde trabajaba y escribí ese libro, todo como parte de un mismo proceso, de un mismo clima mental. Y ese libro, de hecho, trata sobre el abandono de una forma de vida. 

—Todo lo que se lee sobre Bajo este sol tremendo son buenas críticas. ¿Recibiste malas críticas?

—No, nunca. Lo más parecido fue algo que salió en un blog de acá, de uno que se ve que estaba muy embolado conmigo y se agarraba de unos argumentos muy mogólicos… como que Tancacha no era donde yo decía… ¡y si, loco! Yo agarré el Google y miré las distancias. Pero eso no califica como crítica mala. Y después un italiano que salió desde un blog de literatura negra a decir que no es un libro negro, y que yo no soy tan bueno como dicen. Pero no sé si llega a ser una crítica, tampoco.

—El éxito de este libro fue tan grande y repentino que casi te obliga a seguir escribiendo. ¿Pero querés ser escritor?

—Durante mucho tiempo la literatura para mí fue la posibilidad de escaparme, fue esa cosa que estaba re buena. Yo, por ejemplo, leía a Bukowski mientras laburaba en una fábrica. Para mí Bukowski no es la borrachera y las putas, sino eso del laburante, del odio hacia el patrón y el odio a la propia existencia por tener que ir ahí… entonces por momentos estaba la redención del Bukowski que la había pegado un poco, ya más viejo, con un BMW en la puerta, ¿viste? Para mí ser escritor sobre todo significaba eso. Siento que yo siempre quise ser escritor, siempre pensé que era lo más grande que había y lo más grande que yo pudiera querer. Pero en algún punto mi vida no cambió. Sigo durmiendo en un colchón, solo que ahora tengo sábanas. La última vez que lo vi a Herralde estuvimos tomando whisky en el hotel Alvear. Después me volví a pata a mi casa, pensando, mal, porque le estaba dando excusas, y entro a mi monoambiente y digo… ¿qué soy? Porque sí, estoy en el Alvear hablando con Herralde… ¡el viejo viene a pedime cosas! ¡Él me llama a mí! Y a la vez, me voy de ahí y entro a mi departamento y me están comiendo las cucarachas… entonces digo, ¿soy escritor? ¿Qué soy?

—¿Por qué no te comprás una cama?

—Porque tengo la idea de que un día me van a desalojar y voy a estar como un pelotudo en la calle con la cama. 

¿Sentís que formas parte de algo colectivo, de una generación, o de un grupo de escritores?

—No, para nada. A veces siento que todos hablan de algo que yo no sé, que todos entienden un chiste que yo no entiendo. El otro día una ex alumna, que me vende drogas, apareció en un momento que yo estaba muy en crisis, entonces me dice ‘’loco, vos sos muy exigente con vos mismo’’. Y después me quedé pensando, no es que yo me esfuerce mucho o sea muy exigente. Lo que yo no entiendo es cómo está contenta la gente con lo boluda que es. Si yo fuera como es la mayoría de la gente estaría escondido debajo de una mesa. Siento un odio por lo fácil que les resulta todo a los patanes. 

¿Quiénes son los patanes?

—La gente autosatisfecha, que está contenta con todo lo que hace, que escribe un libro en dos semanas, que sale a hablar en todos lados, que escribe para cogerse minas. Pero los boludos prosperan. Yo soy todo lo contrario, no soy utilitario, siento que tengo una disfuncionalidad. Siento que hay cosas que son para otros. 

¿Cómo es eso?

—No sé, no me puedo permitir cosas. Hay cosas que considero que no las merezco, que no son para mí. Viajar, por ejemplo. Mis amigos me preguntan cuándo voy a hacer un viaje. Ahora tengo un amigo que está en Europa, en la Cannabis Cup, que es la copa mundial del porro, y me dice ‘’border, pagate el pasaje, acá dormís, yo estoy en un departamento’’ y yo no sé, no puedo hacerlo, tengo la guita pero es como si no la tuviera, porque lo único que tengo es miedo a perderla. Vivo como un estudiante universitario de primer año. Tengo un auto en Córdoba, mi ex mujer me dice que me lo lleve y lo use, pero no lo hago. Creo que soy así porque me molesta tener que ocuparme de las cosas, no quiero pagar impuestos de un auto, no quiero ir a un taller a buscar un repuesto. Si ando en auto tengo once veces más probabilidades de que me pare la cana, de tener que hablar con un cana por algo, no podría ni fumarme un porro tranquilo. Yo no quiero eso. 

¿Qué estás escribiendo ahora?

—Estoy acumulando material. Quisiera escribir una novela inapelable, que sea completamente sólida. Estoy hace como dos años con esto, pero escribiendo desde hace no tanto. Yo no tengo problema de laburar, siempre y cuando encuentre la historia. Pero hasta que no la encuentro es muy difícil. Tengo que encontrar el tránsito del personaje, qué es lo que le pasa, cómo va a reaccionar ante determinadas cosas, muy de a poco le encuentro un sentido, y a partir de ahí puedo laburarlo. Yo creo que el problema de esta próxima novela ya lo tengo, y tiene que ver con la absorción de la idea de que las cosas se terminan. Pero estoy viendo cómo encarar el malestar. Aquí hay un personaje que siente que está muy enfermo y que se va a morir. Hay muchas más cosas, pero la línea argumental va por ahí. 

Sé que muchos te preguntan cuándo vas a publicar otro libro. ¿Te lleva mucho tiempo escribir? ¿Descartás mucho?

—Todo me lleva muchísimo tiempo. Es un proceso muy tortuoso, muy de armar las cosas de a poquito. Descarto todo el tiempo. Tengo miles de archivitos por un costado que tienen el nombre de la primera oración. Después ya voy teniendo cosas un poco más armadas. Pero tengo lo que se llama una aproximación asintótica a las cosas. Asintótico es algo que se aproxima mucho a una cosa pero sin llegar a tocarla. Una línea que se acerca infinitamente a un eje pero que jamás lo va a tocar. Yo me aproximo, me aproximo, me aproximo, y cuando estoy re podrido eso quiere decir que llegué. 

¿Por qué deberían leerte?

—No sé si deberían leerme, pero sí te puedo decir que mi lector ideal es igual a mí, un hijo de puta mala onda que te cierra un libro a los cinco minutos de haberse aburrido. Yo respeto a un tipo que es como yo, que no puede aburrirse. Yo tengo que domar a un tipo como ese.  No te puedo dejar aburrir ni un minuto.

Tu historia con Bajo este sol tremendo es una historia de éxito. ¿Qué es lo que más te gusta de ese éxito?

—Mirá, hay un libro de David Leavitt que se llama ‘’El lenguaje perdido de las grúas’’, es hermoso, es muy sutil. Ahí habla de un niño que era hijo de una psicótica que a veces se iba, no lo alimentaba, la mina salía y el pibe lloraba todo el tiempo, les rompía los huevos a los vecinos. Y un día el pibe deja de llorar. Entonces los vecinos, después de que pasan un par de días y no la ven a la madre, entran al departamento. Lo encuentran al chiquito, parado en la cuna mirando por la ventana a unas grúas. Y el pibe imita con los brazos los movimientos de las grúas, y así deja de llorar, porque comparando con el desastre que tenía de madre, qué sólidas, qué previsibles, qué organizadas eran las grúas. Y ahí Leavitt dice que lo importante es que uno se transforme en lo que ama. Y eso me parece hermoso, esa idea de transformarse en lo que uno ama. ¿Y a qué iba con esto? Ah, que para mí lo mejor, lo más fuerte que me pasó con esto, es saber que ese mismo tipo que una vez aprobó a Bukowski, me aprobó a mí. Así de pelotudo soy.

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*Es licenciada y magister en historia. Le gusta leer y escribir.

caminando con un balde de plástico rojo lleno de reflejos

Un ensayo que reflexiona sobre la amistad a partir de una reseña de Beatriz Sarlo sobre la novela Nadie Nada Nunca de Juan José Saer.

por Inés Beninca.

Nadie nada nunca es una novela escrita por Juan Jose Saer en 1980 donde lo que se narra pareciera ser algo poco importante. Los eventos ocurren y el escritor se detiene en las distintas miradas de los personajes sobre las cosas. 

Lo primero que se lee dice: “No hay, al principio nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla.” Un personaje prende un cigarrillo, deja la ventana para buscar fuego, la deja vacía. Vuelve, se acoda y deja caer el fósforo prendido -que se apaga en el movimiento- hacia el piso de baldosas coloradas. Lo que pasa es poco, secundario. O quizás, no lo vemos por estar concentradxs en lo ínfimo.

El reloj dilata lerdo la siesta santafesina y marca el tono de la lectura. Febrero es lento, nos propone un ritmo y una temporalidad. Casi sin darnos cuenta, algo desencaja. Ya es otrx le que ve. Otrx personaje, mismas acciones. Otros ojos. Me encuentro detrás de otros ojos. Por momentos veo opaco, siento que hay un detrás que no se cuenta. 

Saer traduce desde lo sensorial, se filtra poesía y hay párrafos de largas líneas en que un personaje sitúa su mirada sobre el reflejo de agua desde donde la luz se separa. O en los rayos de sol que se cuelan entre las hojas de los árboles y caen sobre el suelo arenoso en formas orgánicas y cambian a medida que el viento mueve las ramas. Escribe sin precisar para sostener un tiempo, para invadir la belleza de la situación. 

Beatriz Sarlo escribió sobre Nadie nada nunca. Ella fue directora de la revista Punto de vista, y como crítica literaria en sus textos públicos esconde la cercanía con su amigo. Cuando se le escapa un Juani, lo tapa con un Saer rápido. 

Sarlo esperaba que el agua del mate se le caliente: “Estaba, recién, hace diez minutos, escribiendo la nota…”. Imagino a Juani abriendo la carta de Beatriz. Él mira la firma dibujada con tinta azul, las comas y tildes agregadas en lapicera. Viendo desde la ventana, dos vidrieras en esquinas enfrentadas reciben distinta luz, son similares pero proyectan sombras diferentes.

Con el mate ya preparado, le escribe: “El sentimiento de exaltación que me producían algunas zonas de la novela, esa como perfección que tienen páginas enteras”, dice textualmente. Esa urgencia que se siente sincera da cuenta del apuro por acercar su emoción a Juani. Me pregunto entonces por qué Sarlo no puede nombrar a su amigo como lo hace en la carta. 

En Punto de vista, Sarlo es clara y precisa. Escrita en 1980, la crítica trata directo el texto,  el argumento, la poética de Saer y los recursos usados. Cierra con un “Por eso en NNN se exaspera bellamente una forma de la escritura de Saer (…). Para la percepción de NNN las cosas son a la vez materialmente inabordables e infinitamente desintegrables…” Creo que la descripción exhaustiva sobre la obra pudo haber sido necesaria en ese primer momento de difusión y venta del libro. Igualmente, Sarlo se edita quitándonos la posibilidad de sentir en el cuerpo la amistad y el orgullo. El orgullo y la amistad sincera. Tal vez siendo sintética se exime de sentimentalismos o de yoes innecesarios, pero sin su percepción evade también el lindo orgullo de ser una lectora amiga, que desde kilómetros de distancia vive y siente lo que escribió su amigo en la otra orilla. 

Crónica del yo en un presente encerrado, Marina Closs también escribe sobre Saer en el blog de Eterna Cadencia. Empieza una crítica desde su prejuicio sobre el autor, y asegurando ser no lectora. Eso ya no lo entiendo. Asegura que le aburren los ripios, “esa especie de lentitud compulsiva” dice, y esa oración no puede sonar más saeriana. Luego sigue: “uno avanza siempre tropezando”, y asimila las comas como una traba. Sin embargo, casi siempre la coma es explicativa, es el zoom de una cámara, el plano corto, es el detalle del detalle. Es ritmo. Usando su propia imagen, ese “ripio” que dificulta la respiración es una lectura muy literal pero linda.

Es linda la torpeza. Casi siempre tropiezo por estar desatenta, pensando en otra cosa. Eso que me hizo caer, fue porque no lo vi, como en los textos brumosos de Saer. Creo que hay que mirar más hacia abajo. En el momento del ya y el ahora, el escritor llega tarde hasta a sus propias acciones. Tal vez sea la calma lo que se propone. Aquello insignificante es un trabajo sobre el tiempo. Siendo que el tiempo se cuantifica y eso tiene un valor, lo incómodo es “perder el tiempo”. 

A partir del día de hoy las hojas van a ser cada día más verdes. Hay un ciclo que pretende que cambiemos, que tomemos más sol y que mostremos algo más de piel. Se estiran los días y crecen las ganas de estar en conjunto. Lxs amigxs son coautorxs de nuestras vidas, nos acompañan desde cerca y desde lejos. En una de las vidrieras hay cambios, es otro el cortinado, modificaron cierto orden que antes había. En la otra, las cosas siguen como antes. 

Puede ser la siesta el momento de la amistad, o la tardecita, cuando el sol se agacha y las exigencias de la vida elegida quedan para mañana. Creo, Sarlo prefiere que miremos desde otra perspectiva, otra más y deduzcamos la interioridad de sus palabras, que revisemos la evidencia para notar más adelante que ciertas incorporaciones o encuentros hacen que el sentido sea otro. Que lxs amigxs acompañan en acciones y que Juani -y no Saer- es su amigo hoy, siempre, en este presente ya pasado.

El poeta Alberto Vanasco dijo que “la verdad de la poesía es la amistad de los poetas”, y por qué no. Tal vez producimos para seguir charlando con amigxs lo que nos pasa. Tal vez sirva como excusa para el próximo encuentro. Tal vez el sentido sea reunirnos para saber en qué anda le otrx, en qué está pensando. Y las charlas sirven como espejos donde la luz se disgrega. Lo real queda fragmentado en partes mientras el minuto pasa. “Y me decía, cómo es que puede emocionarme tanto, qué constituye la belleza: ¿un hombre caminando con un balde de plástico rojo lleno de reflejos, el cambio de color de un cielo que anuncia lluvia, la desintegración de un rayo de sol? Bueno, pues así es”.

Las imagenes pertenecen a la serie «Los fantasmas de Monte Castro, 4 pasos para iluminar tu corazón» de Florencia Méttola.

la construcción

Un comentario en torno a la novela de Carlos Godoy La construcción.

Por Gaspar Núñez

Todo ladrillo se copia de las piedras. Toma de ellas sus propiedades y saberes intrínsecos. A su vez, la concreción de un libro es también la fabricación de un ladrillo, objeto macizo que aglomera palabras y material reconstituido (madera en tal caso). El ladrillo, como unidad mínima de la construcción arquitectónica, lleva consigo un gen que determina, según su morfología, las posibilidades constructivas y las formas edilicias.

El libro, como unidad mínima —o al menos medible en tanto unidad asible— del pensamiento de una nación, lleva consigo el gen de sus propios límites de pensamiento, trazando una frontera de lo imaginable y lo no imaginable.

Carlos Godoy, con La Construcción (Momofuku, 2014), una sombría novela de aventura fantástica que despliega su trama en los paisajes helados de las Islas Malvinas, esboza un futuro posible y deposita un ladrillo.

Reducidos grupos de habitantes británicos pero de habla castellana viven en esa extensión de tierras a la que llaman “Manchas” y se organizan en clanes que responden a principios místicos. Un respetado comité de consultores geólogos oficia de viejos sabios que se reúnen cada martes. Los chinos se integran a la comunidad con cierto recelo, investidos por un halo de exotismo. Marginales e incestuosos kelps viven tras una pequeña sierra para esconder a sus hijos deformes de la mirada de los demás habitantes. Los pescadores son quienes motorizan la economía de las islas con su trabajo diario. Todo el relato, puntilloso en el dislocado funcionamiento social y rico en imágenes enigmáticas, pareciera ser una fabulación que posibilita un cruce entre los menonitas de La Pampa y El Eternatuta, una tierra atrapada en un tiempo futuro y pretérito por igual.

El desierto imaginario que velaba aquellas latitudes de ultramar, hoy se pone en agenda y ocupa el centro del debate, desde que el pasado 25 de agosto el Poder Ejecutivo argentino promulgó la Ley de Espacios Marítimos que establece una nueva demarcación del límite exterior de la plataforma continental para nuestro país. Esto convierte a la Argentina en un territorio bicontinental que comparte un sector de Sudamérica y otro de la Antártida. 

El nuevo país que somos desplaza su centro geográfico, ahora ubicado en Tierra del Fuego y las Islas del Atlántico.

En poco tiempo, se destruirán y echarán a la basura decenas de millones de mapas de la Argentina al quedar obsoletos. Mientras tanto, nos toca comenzar a repoblar esa tierra baldía. Godoy, en un doble gesto que precisa y opaca, ofrece un ladrillo para poblar esa región ignota y hasta ahora ajena de nuestro país. Porque dicha Ley sería inconcebible si, imaginariamente, las islas no nos pertenecieran.

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*Las imágenes que acompañan este texto pertenecen a la serie “Hemisferio”, de Guido Yannitto, producidas en 2012 en la Antártida.