Un comentario en torno a la novela de Carlos Godoy La construcción.
Por Gaspar Núñez
Todo ladrillo se copia de las piedras. Toma de ellas sus propiedades y saberes intrínsecos. A su vez, la concreción de un libro es también la fabricación de un ladrillo, objeto macizo que aglomera palabras y material reconstituido (madera en tal caso). El ladrillo, como unidad mínima de la construcción arquitectónica, lleva consigo un gen que determina, según su morfología, las posibilidades constructivas y las formas edilicias.
El libro, como unidad mínima —o al menos medible en tanto unidad asible— del pensamiento de una nación, lleva consigo el gen de sus propios límites de pensamiento, trazando una frontera de lo imaginable y lo no imaginable.
Carlos Godoy, con La Construcción (Momofuku, 2014), una sombría novela de aventura fantástica que despliega su trama en los paisajes helados de las Islas Malvinas, esboza un futuro posible y deposita un ladrillo.
Reducidos grupos de habitantes británicos pero de habla castellana viven en esa extensión de tierras a la que llaman “Manchas” y se organizan en clanes que responden a principios místicos. Un respetado comité de consultores geólogos oficia de viejos sabios que se reúnen cada martes. Los chinos se integran a la comunidad con cierto recelo, investidos por un halo de exotismo. Marginales e incestuosos kelps viven tras una pequeña sierra para esconder a sus hijos deformes de la mirada de los demás habitantes. Los pescadores son quienes motorizan la economía de las islas con su trabajo diario. Todo el relato, puntilloso en el dislocado funcionamiento social y rico en imágenes enigmáticas, pareciera ser una fabulación que posibilita un cruce entre los menonitas de La Pampa y El Eternatuta, una tierra atrapada en un tiempo futuro y pretérito por igual.
El desierto imaginario que velaba aquellas latitudes de ultramar, hoy se pone en agenda y ocupa el centro del debate, desde que el pasado 25 de agosto el Poder Ejecutivo argentino promulgó la Ley de Espacios Marítimos que establece una nueva demarcación del límite exterior de la plataforma continental para nuestro país. Esto convierte a la Argentina en un territorio bicontinental que comparte un sector de Sudamérica y otro de la Antártida.
El nuevo país que somos desplaza su centro geográfico, ahora ubicado en Tierra del Fuego y las Islas del Atlántico.
En poco tiempo, se destruirán y echarán a la basura decenas de millones de mapas de la Argentina al quedar obsoletos. Mientras tanto, nos toca comenzar a repoblar esa tierra baldía. Godoy, en un doble gesto que precisa y opaca, ofrece un ladrillo para poblar esa región ignota y hasta ahora ajena de nuestro país. Porque dicha Ley sería inconcebible si, imaginariamente, las islas no nos pertenecieran.
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*Las imágenes que acompañan este texto pertenecen a la serie “Hemisferio”, de Guido Yannitto, producidas en 2012 en la Antártida.
Incorporamos a Notas huérfanas, nuestra colección dedicada a las lecturas de la novela de Hugo Foguet Pretérito perfecto, este texto del poeta y narrador tucumano Juan José Hernández* que forma parte del libro de ensayos publicado en 2003 por Adriana Hidalgo con el título Escritos irreberentes.
Quizá el hecho de haber nacido en Tucumán, como Hugo Foguet, induzca a pensar que esa circunstancia debió facilitarme la lectura de su novela Pretérito perfecto. Todo lo contrario: ser comprovinciano de Foguet me pone en situación de desventaja frente a otro lector que, ajeno a la realidad de mi ciudad natal, se conformara con imaginarla a través de la novela. Aunque alejado de Tucumán, la patria chica donde pasé mi infancia y adolescencia sigue presente en mi memoria de manera lacerante y obsesiva. No es de extrañar entonces que la recreación minuciosa y casi fotográfica de la provincia, en la novela de Foguet, me resulte perturbadora. Entre los recuerdos del autor y mis propios recuerdos se establece una especie de contrapunto vertiginoso. Porque el corazón autobiográfico de Foguet late muy próximo al mío, la ficción acaba por pasar a un segundo plano, lo real se impone a lo imaginario.
La transposición directa y fidedigna de la realidad ¿confiere a los personajes de la novela una mayor verosimilitud? Aunque así no lo fuera, esa inmediatez sirve para atenuar las elucubraciones metafísicas y líricas que amenazan convertir la novela en un ensayo filosófico o en un tratado de poética. El riesgo se hace sentir en alguno de sus capítulos. Proust decía que una novela en la que hay demasiadas teorías es como un objeto de arte al que se le ha dejado el precio.
La crítica, en general, ha coincidido en calificar a Pretérito perfecto de novela experimental. Pero, ¿hasta qué punto es legítimo relacionar a su autor con la experimentación vanguardista en la literatura que tuvo su auge en los años sesenta? Obviamente, Foguet no debía ignorar los recursos técnicos de la novela contemporánea, desde el simultaneísmo de Dos Passos al monólogo interior joyceano y el poema en prosa. Pero ni las innovaciones formales, ni la consigna de que la novela es, sobre todo, una estructura verbal, parecerían ocupar un lugar relevante en su literatura.
Acusados, a veces injustamente, de entregarse a un formalismo vano y de escribir para novelistas, los cultores de la novela experimental recibieron pronto el espaldarazo de la moderna crítica estructuralista en centros prestigiosos de la cultura como París y Nueva York. Además de ser leídos por novelistas, lo fueron por influyentes profesores, que veían en la literatura experimental la confirmación de sus teorías sobre el lenguaje como la única realidad de la novela, o de la prioridad del sistema por encima del mensaje en el estudio de una obra literaria. “Una novela se hace con palabras, no con ideas”, sentenciaba (parafraseando a Mallarmé) el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal desde la revista Nuevo Mundo, financiada por la CIA. “El arte, reducido a diversión, por mucho que sea inteligente pirotecnia del espíritu, acaba en el hastío”, escribió Pedro Henríquez Ureña. Estas palabras bien podrían aplicarse a quienes, por conveniencia, exageraron la moda de los sesenta y se entregaron a puros malabarismos formales.
Es probable que la originalidad y el oficio de un novelista vayan unidos a una conciencia lingüística, inseparable de la toma de conciencia de la realidad. En tal sentido, a través de una modalidad local del lenguaje —el habla de los tucumanos—, Foguet, en su novela, rescata la provincia y la incorpora a la literatura nacional, artificiosamente escindida entre el interior y la capital, entre literatura urbana y regional. Proyectada hacia valores universales, Pretérito perfecto vuelve la espalda a Buenos Aires, ciudad obligatoria para los novelistas, que deben reflejarla, según creía Julio Cortázar, siguiendo las huellas de los padres fundadores de la novela urbana: Roberto Arlt y Leopoldo Marechal.
Al hacer de Tucumán el escenario de su novela, Foguet no se limita a reproducir un microcosmos pueblerino, a la manera de algunos escritores rusos del siglo pasado; reivindica más bien, desde una perspectiva regional, ese espacio ecuménico del pensamiento del que habla Carlos Fuentes en un ensayo. Como ocurre en Paradiso, de Lezama Lima, los personajes de Foguet no temen parecer pedantes o burgueses à la page, y expresan con naturalidad sus reflexiones sobre temas filosóficos, antropológicos y científicos: el tantrismo hindú, la sociedad matriarcal, las modernas teorías sobre el origen del universo.
Si es verdad, como escribe Milan Kundera en un ensayo, que los personajes de una novela son egos experimentales del autor, portadores o voceros de sus ideas, me atreveré a atribuir a Foguet esta pregunta que pone en boca de Furcade, uno de los principales personajes de la novela. “¿Se puede escribir una novela sin anécdota rescatable, sin psicología, a lo Bullrich o Guido? Verdaderamente, después de Joyce y de Proust, es una vergüenza escribir novelas. Cada novela necesaria es un cosmos y como todo cosmos tuvo su principio en el caos”.
El caos primordial, al que alude Foguet, ha podido organizarse en su novela mediante la evolución de tres núcleos narrativos que se articulan y complementan sin formar un argumento, como ocurre en la novela tradicional. El primero es la reconstrucción histórica y subjetiva de Tucumán a través de la memoria de Clara Matilde Sorensen, una anciana de la oligarquía azucarera de la provincia. El segundo núcleo tiene connotaciones políticas y se constituye en el tiempo presente de la novela a partir de un hecho real: la revuelta estudiantil tucumana, reprimida salvajemente por la policía y el ejército en 1972. En ese marco de violencia política se cumple el destino trágico de Solanita Jimeno, la heroína de la novela. El tercero de estos núcleos corresponde al espacio ecuménico del pensamiento, ocupado por Furcade y Maximiliano, principales voceros de las ideas, quizá demasiadas, del autor.
Los voceros irrumpen en la novela con su repertorio de ideas sin importarles para nada la legitimidad de sus intervenciones en el contexto de la narración. A Furcade, por ejemplo, no le basta con registrar en su cuaderno de notas los recuerdos mundanos de una anciana sin mayor cultura y medio beata; necesita convertirla en una docta interlocutora, capaz de entender sus reflexiones borgeanas sobre el problema del tiempo y de la identidad: “Pero el tiempo, ¿qué es? Somos, Clara Matilde, una duración, y en esta duración cambiando permanecemos”.
No siempre los voceros transmiten las ideas del autor en un tono amable y persuasivo; lo hacen también utilizando las armas de la erudición y la ironía para aniquilara a su adversario. Así Maximiliano y el poeta Arturo, abanderados de la mítica sociedad matriarcal, dejan mal parado al profesor Santillán en el transcurso de una discusión cuando éste comete la imprudencia de atribuir al Logos Masculino el fundamento de la civilización. Las palabras de Maximiliano para refutar al profesor son un alegato en contra de nuestra cultura masculinizante, o, dicho de otro modo, en contra de la sociedad del Padre en que vivimos. En el principio estuvo la mujer, lo femenino, la gran Diosa Madre, lunar, amorosa, que nos contenía a todos en su matriz protegiéndonos de la vida y la muerte, la libreta de enrolamiento, el hospital de alienados y la ley de la oferta y la demanda… Era el instinto, el principio femenino el que regulaba las cosas.
La crítica de Maximiliano al orden patriarcal, a su signo despótico presente en las religiones monoteístas y en las antiguas teocracias orientales, tiene un carácter anacrónico y fatalista: se limita a constatar que en un pasado remoto de la humanidad el Verbo masculino y racional triunfó sobre la palabra mágica y maternal, creadora del mundo.
A Solanita Jimeno la actitud de Maximiliano le parece escapista e inoperante, porque con la nostalgia de edades de oro y paraísos uterinos no se arregla el mundo. Para ella, hay otro tipo de cuestionamiento crítico de la realidad que admite la violencia como factor de cambio. Nieta de Clara Matilde Sorensen, la anciana casi centenaria que postrada en su cama desmadeja la petite histoire de Tucumán y de su clase dirigente, acabará por sumarse a la lucha política para sucumbir en el marco de la revuelta estudiantil de 1972 que constituye, como lo he señalado antes, el tiempo presente de la novela.
La revuelta de los estudiantes tucumanos merece la aprobación teórica de Furcade, pero desde la perspectiva del Mayo francés del 68. La revuelta es la luz, o como dice Breton, creadora de luz… Es el movimiento, la rebeldía de lo vivo, el camino de la poesía, la libertad y el amor. Es el ahora. El poeta Arturo juzga la revuelta desde otro ángulo. A la pregunta sobre qué quieren los estudiantes, contesta: “Los muchachos quieren hacer la revolución de la mano de un viejo general populista… No pretenden destruir el orden, sino reforzarlo. Es la pasión por el caudillo, por el supermacho”.
Creo que estos ejemplos bastan para demostrar que en la novela de Foguet las ideas, en su faz especulativa, y las referencias históricas y políticas prevalecen sobre las preocupaciones formales que caracterizan a la literatura experimental.
¿Una novela se hace sólo con palabras, como quería el crítico uruguayo mencionado anteriormente, o admite también la expresión de las ideas del autor? La pregunta no es de ahora. Ya en el siglo pasado George Sand le escribía a Flaubert: “Si tenemos en nuestras cabezas una filosofía, es necesario que la expresemos en nuestras obras”.
Entre las muchas voces que se hacen oír en Pretérito perfecto, la de Furcade parecería dramáticamente consubstanciada con la del autor en esta frase que resume y a la vez aclara mi visión general y personal de la novela: “Si pudiera —dice Furcade— me enroscaría como un bicho de la humedad, me haría una bolita, enterraría todas mis neuronas, segregaría mi propio líquido, el medio intrauterino, y viviría allí, en la sombra y el silencio, para que la abrumadora realidad no me tocara”.
Las palabras de Furcade nos remiten a Jung, para quien la madre representa lo inconsciente, el anhelo de regresión. Pero un novelista no puede permanecer al margen de la realidad, por abrumadora que ésta sea. Foguet se servirá de ella para hacer de Pretérito perfecto un patético testimonio de su desacuerdo con el mundo.
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*Nació en San Miguel de Tucumán en 1931. Fue poeta y narrador. Publicó los libros de poesía Negada permanencia, La siesta y la naranja, Claridad vencida, Otro verano y Cantar y contar. Poemas y retratos; los libros de cuentos El inocente y La favorita, y la novela La ciudad de los sueños. En 1996 apareció un volumen con sus cuentos completos titulado Así es mamá. Tradujo a Paul Verlaine (Poemas eróticos y Las amigas) y a Tennessee Williams (En el invierno de las ciudades), fue becario del Fondo Nacional de las Artes, de la Fundación Guggengheim y de la Casa de los Escritores y Traductores de Saint Nazaire. Obtuvo los premios nacional y municipal de narrativa, el de la Fundación Dupuytren y el premio de poesía del Centenario de La Capital de Rosario. Fue colaborador en los diarios La Nación, Clarín y La Gaceta de Tucumán, y en las revistas Diario de Poesía, Fénix y Proa. Adriana Hidalgo editora publicó Desiderátum, su poesía reunida, el libro de ensayos Escritos irreberentes y, con el título La ciudad de los sueños, su narrativa completa. Murió en Buenos Aires en 2007.
**La pinturas que acompañan al texto son de Ana Won.
Hago un lapso como el de Bayly cuando pensaba y ordenaba frases en televisión entrecruzando sus dedos y mirando fijo al entrevistado, y no sé por qué me viene a la mente ese capítulo de los Simpsons en que Marge es policía. No es que me viene el episodio entero. Ni siquiera en parte. Solo se me enciende un still de una escena de ese capítulo en que Marge es policía.
Tengo la dispersión de Jesús en el monte de los olivos.
Dicen que el tipo no comió, ni bebió ni pensó.
Dicen que el día cuarenta, el tipo se encontró (yo digo que alucinó) con Lucifer sentado a su lado, hablándole, tentándolo a comer aceitunas e incitándolo a lanzarse desde la cúspide de un templo para no caer y así demostrar al mundo que era El Hijo.
¿Quién no deseó volar alguna vez?
El tipo desconfió (¿de Lucifer?, ¿de sí mismo?, ¿de su padre?), se negó a saltar y prefirió entregarse un par de días después, para morir luego de sangrar y eyectar agua por un costado.
Lucifer perdió una apuesta.
—El menú del día —ordena la chica de la otra mesa.
Pienso en Marge, en la policía, en Jesús, en el monte, en los padres y en Lucifer. Miro a la chica del menú del día. Tiene un vestido muy ancho y largo, de color verde yuyo con varios bolsillos rojos. De uno asoma un celular dorado que la chica saca y enciende.
Pienso
en lo que piensa.
¿Sabrá que la miro
cuando, sumisa,
se ausenta?
¿Estarán buenas
las bombas de papa?
Me pido una swcheppes (que nunca sé cómo se pronuncia y siempre me hacen repetir) y pregunto qué tal las bombas de papa. El chico dice que son buenas y suculentas. Descubro el ojal de un botón ausente en su camisa, el chico se da cuenta y se pellizca el agujero con el índice y el pulgar. Le digo que me traiga eso con zanahoria y huevo y el chico se va sin sacar los dedos de ahí.
La chica del vestido ancho se desinfla, golpea la mesa, la panera se le engancha a la pulsera y tira a la mierda las tostadas de un pan que vaya uno a saber de cuándo será. Pienso en Marge, en nuestra policía, en Jesús, en las aceitunas, en el padre, en Lucifer y en el chico que se pellizca el agujero mientras tacha en un anotador que posa en la barra, el pedido que acaba de salir.
La chica habla con alguien a través de estos auriculares con micrófono de las secretarias. Putea entre dientes, pide que le resuelvan las cosas y pisa una tostada que no levantó. Corre el mantel para mirar, desplaza las migas con el pie generando un dibujo que serpentea y se espiga, y vuelve a putear.
Mi mesa tiene un mantel con dos heriditas del tamaño del ojal de la camisa del chico. Es de color azul con un bordado gris muy débil y deshilachado en las orillas. Hay sobre la mesa un triángulo de aluminio que sostiene tres servilletas marchitas, un frasquito de sal cubierto de viscoso aceite y una semilla de limón pegada a un borde.
Una semilla de limón
que se sujeta, aguerrida,
al azul de un mantel
por no ceder al abismo.
El abismo es solo una idea que construimos para desesperar con razón, para describir un sentimiento de incertidumbre. Es un espacio infinito y oscuro que invade, doblega y asusta.
Aunque, ahora que recuerdo, leí alguna vez sobre el abismo como un no espacio donde la caída no sería caída porque los puntos de referencia no existen. Caer sería lo mismo que permanecer suspendido. Por lo tanto, el abismo sería un no espacio infinito extremadamente aburrido en el que el temor al golpe final, en algún momento, desaparecería.
Viene otro chico con mis bombas y una mixta que no pedí. Resto importancia a la confusión, salo el tomate y mezclo con lo demás. Mi vecina se lleva a la boca el ñoqui más grande y humeante del mundo, embadurnado en salsa. ¿Tendría que haber pedido el menú del día? Los dilemas me persiguen y deberían predisponerme para escribir poemas.
Últimamente tengo la idea de hacer todo mal. Estimular, estimar y considerar el error como filosofía de vida. Aplicarlo para negarlo.
Basándome en la idea de que la mala pintura sigue siendo pintura, voy a pintar con dedicación sabiendo que el resultado se alejará considerablemente de lo que se piensa bueno. Voy a hacer lo mejor que pueda sabiendo que está mal, que dios no aprobará la técnica ni los materiales, ni el concepto ni el contexto. Voy a trabajar en eso para darle a dios un argumento fácil para destruirme y pisotear.
La chica del dibujo de migas en el piso me habla cuando, con el filo de un lápiz, amenazo con provocar marcas sobre una de las tres servilletas.
Me hago el boludo.
Ignoro.
Y cuando intento articular algo sobre esto de aliarme al error, la chica estira y mueve una mano para captar mi atención.
—¿Tenés un cargador? —dice señalando su celular.
—No —respondo y espero otra pregunta.
La chica gira y llama al chico del botón que falta.
Pretendo volver y escribir en la servilleta y solo me sale un óvalo que marco y remarco con insistencia. La servilleta cede y se rasga y signo en el mantel una curva de grafito delgada y negra.
Otra vez se escapó lo que hubiese querido porque estoy tan disperso como el vencedor de Lucifer. Pero sé que cuando llegue a casa voy a ponerme a pintar.
¡Un salvavidas
para éste tipo que salta
desde una cúspide!
.
*Dibujo del autor realizado a partir de una obra de Lucrecia Lionti.
**Nacido en Cafayate, Salta. Es artista visual y escritor.